Por María del Carmen Mancini
Este cuento ganó una mención especial en el VI Concurso literario Homenaje a Horacio Quiroga a cien años de «Cuentos de la Selva”, en 2019 en Argentina.
Está sentado frente al río. Su mirada se pierde en la gran esfera blanca que descansa sobre el horizonte. El reflejo ilumina las oscuras ondas que corren aguas abajo. El hombre puede reconocer cada uno de los sonidos que le llegan con la brisa. La selva y sus habitantes son sus amigos; en cambio la vida es un extraño animal que no llega a comprender, el destino un monstruo, como la soledad, como las muertes cercanas que se reiteran destripándole los sentidos.
El cansancio lo vence. Sueña con el rugido del tigre, toma la escopeta y se interna en la maleza. Allí está; lo ve atacando a una tortuga gigante. El hombre apunta al depredador y éste, al presentir el peligro, se vuelve amenazándolo con sus ojos y sus garras feroces. Está listo para saltar… y salta. A media altura es alcanzado por el disparo y cae vencido. El hombre se acerca a la tortuga moribunda, la mira y siente piedad, debe salvarla. Mira al tigre que ahora tiene la cara de su amigo a quien él mismo le disparó por accidente. Se toma la cabeza con las manos hasta que la visión se desvanece.
Junta unas lianas y ata la tortuga a su espalda. Toma la escopeta, la piel del tigre que le rendirá una buena ganancia y comienza su camino. Debe llevarla a la ciudad para curarla. Pero de pronto el sueño se hace confuso. Ya no carga un animal moribundo; son sus recuerdos, es su pasado, es su fatídico destino y a cada paso se le hace más difícil sobrellevar el peso.
La ciudad está lejos pero debe llegar porque allí está ella. Ella que le dejó ese sabor en los labios luego de ese beso juguetón y fugaz. No sabe si es un amor real, pero al menos es una esperanza. Se agotan sus fuerzas, se siente debilitado y el peso se le hace insoportable.
Casi rendido, en el camino se cruza con un extraño quien le avisa que la ciudad está cerca, pueden verse las luces; hace falta un último esfuerzo.
Despierta en el hospital. Su único amigo es un ser deforme y como él, casi animal, abandonado, solitario y taciturno. Está transpirando.
Se ha convertido en una sombra. Cada muerte le arrancó un pedazo de su cuerpo, cada fracaso afectivo mató sus ilusiones. Ahora nuevamente la vida se ensaña con él bajo la forma de una enfermedad letal. Es la última jugada y está perdida.
Piensa en el sueño, sonríe al reconocer que era su cuento “La tortuga gigante”, el primero del libro, un compendio de sus cuentos con animales. Hubiera querido ser esa tortuga; salvada, querida, y que alguien le diera unos cariñosos golpecitos en el hombro. Pero los cuentos son fantasía.
El contenido de un vaso lo liberará por siempre.
Qué importan los dolores del cuerpo cuando el alma ha sido arrasada por el infierno.
María del Carmen Mancini es escritora e integrante del GYM Internacional de Cuento y Relato Literaula. Reside en Buenos Aires y este es el primer reconocimiento literario que obtiene en Argentina con su trabajo creativo.