Por Puri Escuredo
Soy de mañanas, más que de noches. Me gusta levantarme temprano, ver amanecer, meditar un ratito, respirar acompasadamente, escribir a mano, lo que sueño, lo que siento o cualquier cosa. Me relaja. Los rituales me dan seguridad, me conectan conmigo misma, con mi interior, me dan paz.
Sé que será un buen día si la mañana es larga y la pillo desde el principio. Me gusta el desayuno a solas y esa mañana era igual que todas, con el único cambio de las vistas por la ventana. La magia de la diversidad de cada amanecer. Colores diferentes en cada cielo, que nunca es el mismo, como las aguas del río de Heráclito. Como para darle la razón al filósofo, yo también me noté diferente aquel día, más de lo habitual. Aunque el contenedor sea el mismo, tanto el cielo como el cuerpo, el interior fluye, se adapta, se acompasa, se arremolina en ocasiones.
Me disponía a coger el coche para ir a trabajar cuando se me acercó el gato que ronda mi casa. No vive dentro porque soy alérgica, pero es mi gato. Es un espíritu libre, independiente y muy cariñoso, que no le molesta demasiado que lo eche cada vez que se cuela en la cocina. Mantenemos diálogos de besugos, yo le hablo y él maúlla, contestando cada vez, siempre.
—Hola chico, buenos días, ¿por dónde has estado? Llevas por lo menos tres días desaparecido.
—He tenido que buscarme la vida. Tú solo me haces caso cuando te da la gana, me utilizas para acariciarme, para hacer el acto animalista del día, y después que me den pomada —me respondió.
Yo le entendí, pero del todo. Me quedé paralizada, mirando el gato, a esos ojos amarillos tan bonitos. Era el mismo gato, sucio, blanco y negro, lleno de cicatrices, pero hoy no oía miau, miau, sino que le entendía.
—No me mires así. ¿Qué te pasa? ¿Te ha comido la lengua el gato?, ja, ja. Eso ha estado bien, ¿eh? —dijo él.
Me senté en el banco porque notaba las piernas reblandecidas, como de gominola. Mi mente tan racional no asimilaba. Tenía que ser un sueño, estaba soñando cosas raras últimamente. Pero todo lo demás parecía normal, el aire fresco, el sonido del agua de la fuente al fondo y… ¿vocecitas? Oía muchas vocecitas. Vivo en un pueblo con muy poca gente y soy de las que más madruga. Pero, para mí, esas vocecitas eran imposibles.
Me senté en el banco porque notaba las piernas reblandecidas, como de gominola.
Una urraca se posó en la columna de la valla del jardín y el gato la miró divertido.
—Mírala, se ha quedado sin palabras, ella, tan elocuente siempre, tan escritora, tan mediadora —le comentó el gato a la urraca y se rieron al unísono.
—Ella se pensaba que tanto invocar a las musas no le iba a traer consecuencias. Tanta intención con las lunas nuevas pidiendo conexión con la Pacha Mama y la creatividad, pues aquí estamos. Puedes aprovecharnos. Nosotros vemos las cosas desde otra perspectiva —declaró la urraca.
Su voz era metálica, chillona, desagradable.
—¿Os estoy escuchando? Os estoy entendiendo. ¿Me estáis hablando de verdad? —musité.
Un dolor punzante me atravesaba la cara, desde la base del cuello hasta por encima del ojo derecho. Un rayo. Un fogonazo. Las voces se ahuecaron, se volvieron opacas, y empecé a notar unos pitidos en los oídos.
—¿Qué te pasa? Se te ha ido el color, tienes muy mala cara. Oye, que era broma, que no nos queríamos reír de ti. Nos gustas, de verdad —dijo el gato serpenteando entre mis piernas. Se subió al banco, a mi lado y me miraba curioso—. Se te ha torcido la boca, querida. Te estás poniendo muy fea. Y ese ojo se ha cerrado del todo.
Mi marido me encontró recostada en el banco un poco después. Me contó, cuando todo pasó, que el ruido de varias urracas golpeando las ventanas del dormitorio le hicieron despertar. Le cuesta mucho levantarse, pero los pájaros parecían locos. De fondo oía al gato maullar desesperado, casi como si llorara un niño.
Cuando salió vio al gato subido encima de mi cuello, como una bufanda dándome calor. Me salvé por poco. Me da rabia no acordarme del vuelo en el helicóptero hasta el hospital porque siempre quise montar en helicóptero. Le llaman accidente cardiovascular porque ahora somos muy refinados y no nos gusta llamar a las cosas por su nombre. Accidente, dicen. Un ictus. Una rotura. Una paralización. Un nudo, un arremolinamiento, un atasco. Un todo junto. Un gran cambio, una discapacidad para toda la vida. Una nueva vida.
Hoy por hoy, no puedo hablar, pero mis dedos sí pueden moverse. Así que el teclado es mi lengua. Tuve que aprender a caminar arrastrando un poco la pierna, pero puedo disfrutar de mis montañas. Mis oídos también funcionan, aunque a veces oigo zumbidos molestos.
Doy gracias todos los días por el accidente porque ahora tengo un superpoder. Sigo hablando con ellos. No me hace falta utilizar la voz. Los animales me cuentan y les cuento. Mantengo conversaciones interesantes, fluidas, enriquecedoras con todos los animales con los que me encuentro. Gracias al accidente y a ellos, pude materializar mi sueño de ser escritora. La gente por el mundo no sabe que los cuentos y las fábulas que tanto éxito han tenido entre los niños me las cuentan mis amigos. Debería repartir con ellos los derechos de autor.
Puri Escuredo. Escritora nacida en Bilbao y residente en Ourense, Galicia, con varias reseñas de libros publicadas en medios digitales. Es Graduada en Educación Social por la UNED y estudió Narrativa Creativa en Literaula. El cuento Las voces de los animales es su obra más conocida, de momento.