Ganadores del Concurso de Microficción Literaula – Casa del Pueblo 2024

Ganadores del Concurso de Microficción Literaula – Casa del Pueblo 2024

El Jurado del Concurso de Microficción Literaula -Casa del Pueblo 2024, convocado por el Programa Literaula, la UGT Madrid, la Fundación Progreso y Cultura y la Escuela Julián Besteiro, para incentivar la libre expresión y la creatividad en el colectivo de la Unión General de Trabajadores y Trabajadoras, UGT, ha decidido premiar los siguientes trabajos y autores, que se mencionan por orden alfabético de sus apellidos. El Jurado, compuesto por Isabel Vilabella, directora gerente de la Fundación Progreso y Cultura; Isabel Navarro, directora de la Escuela Julián Besteiro; Margarita Domínguez, Vicesecretaria General de UGT Madrid; Víctor Manuel Martín, secretario de Empleo y Formación de UGT Madrid; Antonio Chazarra, escritor y profesor de historia de la filosofía; y Alexander Prieto, escritor y coordinador general de Literaula, resalta la gran diversidad temática y estilística de los participantes y destaca su imaginación y su gran sensibilidad social.

Marta

Bárbara López Royo (Zaragoza, Aragón)

Una niña nació bajo el nombre de Marta.

La niña crecía y crecía (demasiado rápido en opinión de su madre claro está). Se convirtió en una chiquilla curiosa que todo preguntaba y todo quería saber, sin quedar satisfecha con la gran mayoría de respuestas que los adultos le brindaban. Ella preguntaba inocentemente por qué se reían de su compañero de clase, por qué nunca la elegían para hacer parejas en los trabajos o por qué la llamaban bicho raro por llevar pendientes.

Pronto la niña dejó de ser tan niña, aunque siguió siendo igual de curiosa.

Se seguía preguntando cosas como, por ejemplo, por qué el abuelo del parque cuando llevaba falda nunca la miraba a la cara; se preguntaba por qué su escote valía más que su palabra; se preguntaba por qué todos le decían “Marta, ¿Para cuándo el novio? No te despistes o se te pasará el arroz” cuando lo que ella quería era gritar a los cuatro vientos que no le gustan los hombres, pero tenía miedo de salir de la norma.

Porque, claro, a Marta se le enseñó desde bien pequeña que al diferente se le castiga.

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Clavadita en la pared o cómo tener una hija modelo

Ana María Reyes Cano (Madrid)

“¡Asquerosa, sinvergüenza! Si cuando naciste te hubiéramos clavado en la pared, ahora estarías mejor enseñada”.

Sí, eso es lo que tendrían que haber hecho, clavarla en la pared como se pincha una mariposa con un alfiler para apresar su belleza e impedir que vuele. Sí, eso tendrían que haber hecho, y enseñarla luego a las visitas con su vestido nuevo de organdí: “Qué niña tan formalita” —dirían todos— y los papás orgullosos tendrían que pasar la fregona para recoger las babas. Sí, clavadita en la pared, sólo por la noche se la puede desclavar un poco, para que duerma, y si no que aprenda a dormir de pie, como los pájaros. “¡Para qué vas a salir!, ¡para qué vas a mancharte con la vida! Es mejor quedarte así, sonriendo sin pensar, con los labios pintados de carmín”. Aunque sería una pena que una niña tan mona no tuviera más muñequitas, así que hay que buscarle un marido de posición que la tenga como una reina, porque las muñecas bien no deben salir a trabajar, tienen que estar siempre clavaditas en la pared con sus muñequitas guapas adornando el salón.

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Uno de 7.291

Pablo Vega Acosta (Pozuelo de Alarcón, Madrid)

Mi abuelo no murió en la guerra.

Mientras le dio la memoria, recordaba a quienes cayeron defendiendo la igualdad, la libertad y la democracia. También a aquellos vecinos, compañeros y amigos que se llevaron en la noche y sus cuerpos yacerán en alguna cuneta de nuestra tierra.

Mi abuelo murió en la cama. Pero no en la tranquilidad de su cama, como aquel oxidado dictador al que se refería el cantautor.

Sintió cómo le abandonaba la vida sin recibir la atención que requería. Sin que su familia pudiéramos visitarle, despedirle o acompañarle. Sin que nadie le explicara lo que sucedía. Sin que pudieran ingresarlo en un hospital que quizás le hubiera restado agonía.

Mi abuelo murió sin nombre. Tan solo fue un número en una lista infame. Uno más de los 7.291.

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Han merecido dos accésits las siguientes microficciones:

Silencio

Mar Vilches Carrasco (Torrejón de Ardoz, Madrid)

Cuando la encontraron, llevaba muerta una semana. Los vecinos avisaron al portero. Una mujer activa, y de pronto el olor. La policía no localizó a ningún familiar, recurrieron a la orden judicial. Estaba en un camastro, apenas cubierta con una colcha. El piso no tenía muebles: en la nevera, un litro de leche. Malvivía. Se quedaron desconcertados ¿Falta de dinero? Era una mujer que se desvivía por los demás; ayudaba a todo el mundo. Un alma de Dios: comida, ropa, dinero, lo que se necesitara. Cuando saltó la noticia se supo que iba a ser desahuciada de la vivienda por falta de pago el día siguiente al de su muerte. Aquella mujer, no, imposible. Hablaban de su gentileza y su buen talante, nunca un mal gesto, jamás una contestación desabrida. Si estaba preocupada, jamás lo demostró. Algunos no durmieron esa noche. Ese dolor, ese sufrimiento había estado al lado, lo bastante duro para abrir las espitas del gas y dormirse hasta la muerte. Como si en lugar de pared con pared, les hubiera separado un mundo.

La noticia llegó a los telediarios. Salió a las 15 horas y a las 21. Luego, silencio.

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Superviviente

Elena Martínez Poyatos (Valencia, Comunidad Valenciana)

Su marido entró en la cocina, preguntó si estaba la comida. Libella extendía la cinta métrica sobre la barra de pan y al mismo tiempo trataba de cortar con el cuchillo las rebanadas. “Ya sabes, de tres centímetros”, le indicó Ginés. El hombre entrelazó las manos a la espalda y repasó la disposición de los cubiertos sobre la mesa. El tenedor a la izquierda, la cuchara y el cuchillo en el lado derecho, el vaso de tinto a un dedo del borde, y la servilleta metida en el anillo, todo a la distancia correcta. Se sentó delante del plato, humeante, a rebosar.

Libella no había soltado aún el cuchillo cuando estalló un zumbido. Era una libélula, temblorosa. Volaba a ras de techo. Efectuaba círculos en el aire. Ginés entornó los ojos y le asestó un latigazo con la servilleta. La libélula esquivó el trapo una y otra vez. Era una acróbata del aire, una soñadora de libertad. El zumbido vibró detrás de Ginés, cerca de su oreja. Se giró y golpeó la copa, que se tambaleó. Libella posó el cuchillo sobre la bancada y alabó el vuelo libre de la libélula, lo celebró mientras salía por la puerta.