Ganadores del Concurso Literaula 2018

El Jurado del Concurso Literaula 2018 de Textos de 1 Folio ha decidido premiar los siguientes trabajos y autores:

Primer lugar

Tu piel

Julia Barrios Amo (León, España)

El mayor deseo de toda persona es viajar, explorar, conocer nuevos mundos, cosas que nos asombren, que nos hagan perder el aliento. Algunos consiguen cumplirlo, hay otros tantos que no, pero luego están los que viajan sin moverse de la cama. Yo entro en ese último grupo. Solo me hacía falta tenerte cerca para sentirme lejos de todo, para sentir que lo imposible era alcanzable, que lo que era difícil contigo era como chasquear los dedos.

Aún recuerdo aquella vez, aquel día. Tu y yo. Tu cama, tus sabanas, tu piel. Me hiciste cambiar de galaxia e incluso sospecho que de universo. Solo te hizo falta rozarme, con rozar tu piel yo ya me perdía por el cielo que formaban las constelaciones de tus lunares.

Cuarenta y dos lunares. Cuarenta y dos viajes. Cuarenta y dos motivos para ser y estar a tu lado. Nunca olvidaré los lugares donde se encontraban, ni mucho menos las maravillas que me mostraban. Nunca me hicieron falta conocer las siete maravillas del mundo porque cada uno de tus lunares las superaban. El de tu hombro derecho, que te besaba todas las mañanas y que me transportaba a un campo de margaritas en el que siempre estabas tú esperándome. Aquel que tenías detrás de la oreja que me encantaba acariciar solamente por oír el sonido de tu risa; diría que es mi favorito.

Éramos tan pobres, pero a la vez tan felices de habernos encontrado que no sentíamos deseos de viajar más allá de tus sabanas sino era para volver a viajar en el salón. No teníamos un centavo, pero yo te compraba a besos y tú me vendías tus sonrisas. Nos dedicábamos al trueque. Nunca nos hizo falta un gran trabajo ni un gran sitio para vivir, más bien, preferíamos la ratonera en la que vivíamos porque mirases a donde mirases siempre nos encontrábamos.

Sin embargo, un día los viajes se acabaron, los lunares dejaron de verse, el trueque terminó de realizarse. Ya no había besos con sabor a café, ni viajes por tu piel, ya no quedaba nada. Desapareciste, te llevaste todo, tanto lo bueno como lo malo y aun te maldigo por no dejar al menos tu recuerdo para llorarle que regresaras porque quiero volver a viajar, pero solo por tu piel.

Segundo lugar

El simposio

Carlota Fernández Fernández (Wuppertal, Alemania)

«Para el que no lo haya adivinado por el título de mi conferencia, estoy aquí para contarles la Razón de Todo», dijo la ponente como apertura. «Se explican así la Vida, el Universo y Todo Lo Demás», fue la frase con la que concluyó, una hora después. La sala rompió en aplausos.

Era la última jornada del CLXXII Simposio Internacional de Polimatía, el más exitoso que se celebraría jamás. Con el suceder de los siglos, filósofos, científicos, artistas y demás obreros de la maquinaria epistemológica habían dado con la respuesta a la mayor parte de las cuestiones que la humanidad se había formulado. Ahora las mentes más privilegiadas de su generación habían terminado de tachar de la lista las grandes mayúsculas que seguían en pie: la Inspiración, el Origen, el Arte Abstracto, el Talento, los Límites de la Fisiología, la Música, Heidegger. Con esta intervención, que no por azar se había reservado para el final, se despejaba la cuestión del Sentido. Si quedaba alguna pregunta sin respuesta, nadie había podido formularla. Se sucedieron los abrazos, las palmadas en la espalda, las felicitaciones entre los participantes venidos de todo el planeta. Lo habían logrado.

Le tocó al joven becario la engorrosa tarea de disolver la celebración y pastorear hacia el restaurante al grupo de investigadores, que, en parte abrumados, en parte frenéticos, habían perdido la noción del tiempo. Normal en estos eventos, llevaban retraso respecto al horario previsto, y era necesario comenzar inmediatamente el traslado si no querían perder la reserva para la cena de clausura.

Quien se hubiera encargado de seleccionar el menú no había tacañeado. A lo largo de la mesa se amontonaban carnes, pescados, salsas y verduras de toda índole. No daba tiempo a recoger las botellas de vino vacías y traer otras nuevas. El becario se preguntaba quién iba a pagar todo aquello. ¿Irían los sabios a escote, o se haría cargo la organización? Era la primera vez que presenciaba un evento de esta trascendencia y desconocía las pautas de comportamiento. Esperó que, en el peor de los casos, su jefe, eufórico por el éxito, se ofreciera a invitarle. Estaba sorprendido por el ansia impudorosa con la que los polímatas engullían y bebían, y por la banalidad de sus conversaciones. Después de lo que acababan de protagonizar, parecían ahora más interesados en futilidades como las mascotas de su infancia, sus sueños de juventud, los nombres de los amantes que habían conocido. Para los postres el ambiente se había vuelto melancólico, con buena parte de los comensales absortos en sus recuerdos. Perdió entonces el miedo a no estar al nivel intelectual e intentó reanimar la velada. «¿Y qué tienen planeado para mañana? ¿Algo de turismo por la zona?»

Se hizo el silencio a su alrededor. El muchacho prometía cuando lo seleccionaron para participar en la organización del encuentro, pero estaba claro que no había entendido nada. Los camareros ya estaban sirviendo las copas para el último brindis.

Tercer lugar

Itinerante

Manuel Gómez Ruiz (Madrid, España)

El compartimento del pasaje se encontraba henchido de maletas, hatillos, y viandas cuyo destino estaba escrito, servirían de bálsamo para aquellos silentes pasajeros que mataban el tiempo leyendo el noticiero de la tarde; en el caso de las damas —engalanadas de domingo—, la revista de crónicas sociales que de forma excepcional adquirían en el kiosco de la terminal de Atocha, instantes antes de la salida prevista.

El tren emergía titubeante desde la estación, como si no tuviera claro si salir o quedarse; con resignada parsimonia iba tomando velocidad lentamente, daba la sensación de querer hacer tiempo para ver si llegaba aquel pasajero que no acababa de subir al tren. Desde la lejanía, las luces de los habitáculos de la Compagnie Internationale des Wagons-Lits comenzaban a caminar titilantes en una atmósfera de luna llena. Los vagones de la Wagons-Lits siempre los colocaban lo más apartado posible de la máquina de tracción, para que el ruido de los motores no perturbara la paz de los durmientes. 

En el compartimento de pasajeros, deberíamos ocupar nuestro sitio antes de que pasara el revisor comprobando los billetes. Una vez cumplido el trámite, podríamos campar a nuestras anchas por todos los vagones hasta poco tiempo antes de llegar a la estación enlace, donde cambiaríamos de convoy, eso sí, aquí no te podías despistar o te quedarías en tierra.

Salir de la estación central no era tarea fácil, el entramado de vías dificultaba las maniobras hasta salir del casco urbano; la circulación controlada por semáforos y cambios de railes —por aquel entonces manuales—, obligaba a detenernos y esperar a que el operario de turno maniobrara las agujas, para así poder seguir nuestro camino hasta el próximo cruce. Salir tras aquellas maniobras —ya en zona de arrabales—, era como para echar un brindis con el mejor Moet. Una vez tomada la ruta del sur, el tren empezó a coger velocidad, situación que hizo que mejorara la ventilación del compartimento de viajeros…

No puedo dejar de recordar aquella estación de Atocha, que en otro tiempo, durante las frías jornadas de invierno, servía como refugio a personas sin hogar: alcohólicas o con enfermedades psíquicas, que en su deambular, encontraban en el calor de la gran sala de espera de la estación, el hogar que no tenían. Magníficos radiadores de hierro fundido —manufacturas del siglo XIX—, guardaban las cuatro esquinas de la sala que sin quererlo, se convertían en el corazón de la misma. Exhalaban el polvo quemado depositado en sus miembros ferrosos, impregnando de humo las mugres paredes. Como si de un fractal se tratara, dibujaban así imágenes abstractas que el tiempo y la humedad se ocuparían de configurar. Cuando, pañuelo en boca —debido el hedor de aquellos seres—, me aventuraba a entrar en aquel universo olvidado en espera de la salida del próximo tren, me perdía en esos mundos trazados en los lienzos de las paredes que me trasladaban a un lugar donde el tiempo se detiene.

A mis 17, me sentía en connivencia con la vida.